La Adoración que Precede al Pesebre
3 de diciembre, 2025
Antes de que los ángeles cantaran en los cielos y los pastores corrieran a Belén, la historia de la Navidad ya había comenzado a sonar… en voz de dos mujeres que creyeron a Dios. En Los Verdaderos Cánticos de la Navidad, el Dr. J. Vernon McGee nos lleva a una escena íntima y profundamente humana: el encuentro entre María y Elisabet, donde nacen los primeros cánticos del Nuevo Testamento. Estos cánticos —la Bienaventuranza de Elisabet y el Magníficat de María— revelan el corazón espiritual de la Navidad.
Lucas, el evangelista que más detalles nos da sobre la encarnación, registró los verdaderos cantos del inicio de la redención: la Bienaventuranza, el Magníficat, el Benedictus, el Nunc Dimittis y el Gloria in Excelsis. Pero McGee comienza su recorrido en un punto clave: el momento en que dos mujeres se encuentran y reconocen la obra sobrenatural de Dios
gestándose en ellas.
María, joven y vulnerada por los rumores de Nazaret, necesitaba un lugar seguro donde pensar, compartir y ser comprendida. Elisabet, mayor, experimentada en caminar con Dios, y ella misma viviendo un milagro, fue ese refugio. Cuando María llegó a su casa, algo extraordinario ocurrió: el niño en el vientre de Elisabet —Juan el Bautista— saltó de gozo, y ambas mujeres fueron llenas del Espíritu Santo. Allí, en aquella humilde casa de Judá, comenzó la adoración navideña.
Elisabet fue la primera en cantar. Reconoció con claridad lo que se estaba formando bajo el corazón de María: “la madre de mi Señor”. No adoró a María, sino al Salvador que venía al mundo. Su cántico exalta la obra de Dios y afirma la fe de María, recordándole que lo que el Señor había dicho se cumpliría. McGee resalta la importancia de esta mujer: su fe sobresale incluso por encima de la incredulidad temporal de su esposo, Zacarías. Ella creyó, habló y adoró.
María responde con su propio cántico: el Magníficat. Este precioso himno revela una joven profundamente arraigada en las Escrituras. Su alma engrandece al Señor porque reconoce que necesita un Salvador tanto como cualquier ser humano. Se ve a sí misma como una sierva humilde a quien Dios miró con misericordia. Su adoración conecta la llegada de Jesús con las antiguas promesas hechas a Abraham. En su voz resuenan siglos de esperanza cumplida.
Para McGee, estos cánticos nos enseñan que la historia de la Navidad es, en esencia, una historia de fe sencilla y adoración sincera. No comienza en lo espectacular, sino en lo personal; no en el ruido del mundo, sino en el corazón de quienes creen. La encarnación es un acto sobrenatural donde Dios inicia su obra redentora en silencio, en un hogar, entre dos mujeres.
Desde allí, McGee nos conduce al pesebre, ese humilde lugar donde María colocó a Jesús no para crear un símbolo estético para nuestra cultura, sino porque era lo práctico y lo único disponible. Ese pesebre —dice McGee— sigue reprendiéndonos hoy. Vivimos rodeados de cosas, de excesos y de adornos, pero la Navidad nos enseña que “las cosas no cuentan”. Lo único necesario fue Cristo mismo, envuelto en pañales, trayendo gracia al mundo.
El libro nos recuerda que la adoración verdadera no se dirige al pesebre, sino al Salvador, y no se queda en Belén: nos lleva al Gólgota. El nacimiento y la cruz son inseparables. Cristo vino para morir y resucitar, y allí se revela plenamente quién es.
Los Verdaderos Cánticos de la Navidad es una invitación a unirnos a María y Elisabet, a creerle a Dios, a adorar con corazón humilde y a redescubrir el milagro detrás de la Navidad: la misericordia de un Salvador que vino por nosotros.
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